Gracias al jurado del COER por elegir la vida de Ariadna como la merecedora de este premio y darme el COER la libertad para publicarlo donde quiera.
Perdón porque cualquier parecido con la realidad NO es ficción: aquí se refleja el trabajo de la enfermera de atención primaria en el entorno rural, del primer pilar de la comunitaria, trabajamos mirando a la calle. Aprovecho para mandar un abrazo virtual a mis gentes de Quel, donde desempeño cada jornada laboral.
Por favor, por favor, por favor, sigamos haciendo música con nuestros cuidados profesionales y de calidad, sigamos queriendo hacer redes, siendo cercanas a la ciudadanía y abogando por su salud.
Vamos con Ariadna:
"Era una mañana gris y lluviosa en el pequeño pueblo. Apenas acababa de amanecer y sólo
se escuchaban los cantos de los gallos, el viento, el repiqueteo del agua contra los cristales
y el de unos zapatitos que iban ligeros y ansiosos hacia la plazoleta, en el consultorio local,
donde Ariadna (la enfermera) se preparaba para recibir a sus pacientes.
Cargada con el maletín, sacó las llaves del bolso para abrir el portón de madera que precedía
a la sala de espera. Como un malabarista, consiguió dejar el paraguas en su paragüero sin
preparar ningún charco; dejó los bultos, colgó la gabardina en el perchero de su consulta y se
puso en un grácil ademán su bata blanca y su sonrisa más cálida -popularmente conocida por
calmar los nervios y aliviar las preocupaciones de los paisanos-.
Con sus delicados dedos, pulsó los botones del ordenador y del teclado y su cara ovalada y
pequeña se iluminó con esa suerte de resplandor azul, a la par que sus pupilas comenzaban
a leer la lista de pacientes para ese día. Empezó a bucear y a devorar cada dato que suponía
necesario para afrontar la jornada.
El primer paciente del día era Don César, un anciano viudo, de aspecto rollizo y cansado.
Entró cojeando, apoyándose en un bastón desgastado por los envites del empedrado de las
calles. Sus arrugadas manos temblaban mientras sostenía una carta en su regazo. Con voz
temblorosa, explicó que le habían diagnosticado una enfermedad grave y que se sentía
perdido y asustado.
Ariadna lo escuchó con atención, ofreciéndole un hombro en el que apoyarse emocionalmente.
Le explicó con ternura los próximos pasos a seguir, le proporcionó toda clase de detalles sobre
su enfermedad, sin dejar de mirarle a los ojos, asegurándole que no estaría solo en este viaje.
Don César salió de la consulta algo menos temblón, algo menos cansado y con la impronta
en el corazón de Ariadna, que se iba a asegurar de que fuese acompañado en el trayecto.
Luego hizo unas llamadas de teléfono al hospital, a Diego, el trabajador social y a las hijas
que don César había elegido como cuidadoras principales.
La siguiente paciente era Fatua, una joven madre con su bebé en brazos. Su rostro estaba
marcado por el agotamiento y la preocupación. Tenía el cabello enmarañado y unas ojeras
considerables. Entre lágrimas, confesó que se sentía abrumada por la responsabilidad de
cuidar a su hijo y que temía no estar a la altura.
Ariadna le brindó consuelo y comprensión, recordándole que pedir ayuda no era signo de
debilidad, sino de valentía. Le enseñó cuatro consejos prácticos: un par de trucos para calmar
al retoño y le aseguró que, con amor y paciencia, encontraría el camino hacia la maternidad
que deseaba. Le recordó también lo verdaderamente importante de ser madre, de la crianza
en positivo, transportándola a los recuerdos de cómo otrora la crió su madre, en un entorno
bastante más delicado y le terminó de dar la puntilla afectiva al besar la frente de la criatura y
arrancarle un gorjeo de placer.
El último paciente del día era Luis, un chavalito tímido con la mirada baja. Le costó mucho
trabajo admitir que se sentía atrapado en un oscuro túnel sin salida. Estaba súper triste y a
punto de la desesperación, decía que sus padres no le comprendían y su mejor amigo le
había dejado por otros más populares.
Ariadna le tendió la mano con delicadeza, ofreciéndole una luz de esperanza en su oscuridad.
Le recordó que buscar ayuda era el primer paso hacia la recuperación y que no tenía que
enfrentar sus demonios internos solo. Juntos trazaron un plan de acción y se comprometieron
a trabajar en equipo para superar los obstáculos que se interponían en su camino. Luis odiaba
la incertidumbre, por lo que vio el cielo abierto cuando pudo hacer un listado en el móvil de
pasos. El primero, ir a contarle a su “meja” lo que le estaba pasando y “echarse un llorado”,
que le iba a venir fenomenal. Las emociones tenían que salir o podían enquistarse.
sobre las emociones que habían ido rebotando y resonando por las paredes de su consulta.
Desde el miedo hasta la esperanza, desde la tristeza hasta la determinación, cada paciente había traído consigo un puñado de sentimientos que había intentado acoger de la mejor manera posible. Cada emoción servía para algo y bien conducida podía servir como parte de la solución a cada una de las almas que habían entrado en la consulta. Cada uno de esos ecos había compuesto una sinfonía en cada una de esas vidas.
En la consulta de enfermería de Ariadna, no solo se trataban síntomas físicos, sino también las emociones que resonaban en cada persona. A esas resonancias, a esos ecos, a esas notas las había ido acomodando en el pentagrama con el único motivo de quitar ruidos y mejorar cada canción, cada vida, porque donde hay música, hay vida.
Y esa es, querida lectora, la parte más sublime del arte del cuidar."